
Era una tarde de invierno y Valentina estaba en casa. No tenía con quien jugar porque sus vecinos habían ido de compras a la ciudad y su hermano estaba castigado en su habitación. La chimenea estaba encendida y se sentó en el sofá a ver la tele, al calor del hogar, como decía su madre. Pero no echaban nada interesante. Fuera estaba todo nevado y decidió salir a hacer su primer muñeco. Cogió una zanahoria de la cocina, dos botones y un poco de lana roja. Se abrigó y salió. Hizo primero una bola muy grande y después otra más pequeña que puso encima. Ya tenía el cuerpo y la cabeza. Le colocó la zanahoria para hacer la nariz, los botones para los ojos y la lana para la boca. Quedó satisfecha con su trabajo. Se dio la vuelta para decírselo a sus padres y que salieran a verlo, pero, para su sorpresa cuando se alejaba, el muñeco le dijo: “Eh, no me dejes aquí solo, ahora tienes que cuidar de mí”. Valentina se quedó quieta pero al poco, continuó andando creyendo que su gran imaginación estaba jugando con ella. Sin embargo, volvió a escuchar: “¿Es que no me oyes? Vuelve y juega conmigo”. En lugar de asustarse, sonrió, volvió junto a él y le dijo: “vale, jugaré contigo, nos tiraremos bolas”. Él le respondió triste: “no puedo, no me has puesto brazos”. Valentina corrió hacia los árboles, cogió dos ramitas y se las colocó a los lados del cuerpo. “Ahora ya podemos jugar”, le dijo. Empezaron a reírse como locos. Lo estaban pasando muy bien, pero entonces, la madre la llamó y se tuvo que ir. Se despidió de él prometiéndole que al día siguiente volverían a jugar y que le bautizaría con el nombre de Nico. Llegó la hora de la cena y de irse a la cama. No se lo contó a nadie porque sabía que no la creerían pero ella estaba segura de que había vivido una experiencia mágica y casi no pudo dormir pensando en la mañana siguiente.

Cuando despertó y se asomó a la ventana vio que hacía un día de sol estupendo y salió corriendo al jardín para ver a Nico, pero sólo quedaba una parte de su cuerpo en un montoncito sin forma. Sus brazos, nariz, ojos y boca estaban caídos en el suelo. Valentina empezó a llorar en silencio, dio media vuelta y se alejó de allí. De repente oyó una voz que le decía: “No llores Valentina, no todas las niñas han podido jugar con un muñeco de nieve. Ahora sabes que tus manos hacen magia, así que alégrate por ello y ponte a crear”. No llegó a saber de dónde salía aquella voz pero se secó las lágrimas y sonriendo, entró en casa.